LA FILOSOFÍA DE
HANNAH ARENDT
POLÍTICA
El totalitarismo es una doctrina política
en la que se defiende el absolutismo estatal y su poder total y absoluto sobre
cualquier aspecto de la vida y de las libertades ciudadanas. El sistema opuesto
al totalitarismo es la democracia, cuyos principios característicos son la
soberanía popular y la división de poderes.
El trabajo de Arendt sobre el totalitarismo le
lleva a analizar ejemplos totalitarios como el nacionalsocialismo y
el régimen comunista soviético, configuraciones políticas que surgen en el
primer tercio del siglo XX y que carecen de antecedentes históricos. Ambos se
presentan como movimientos de masas que explotan la
frustración y el resentimiento de quienes se sienten aislados y marginados de
la sociedad. El movimiento totalitario ofrece a estas personas dominadas por el
miedo un sentido de pertenencia y un lugar en el mundo, a cambio de una
obediencia ciega y lealtad incuestionable a su líder.
Para extender su dominación, los movimientos totalitarios
hacen uso de la propaganda y del terror. Las
afirmaciones propagandísticas, repetidas una y otra vez, se presentan como
verdades indudables, aunque en realidad proclamen ideas absurdas.
En Los orígenes del totalitarismo, su
primer libro sobre filosofía política, en el que analiza el racismo, el
imperialismo y el antisemitismo, igualando a nazis y a estalinistas. Los
nazis basan su ideología en la doctrina de la supremacía racial, mientras que
el estalinismo se apoyó en una interpretación rígida e inflexible de la
doctrina marxista. Todos estos temas no pueden ser discutido ni cuestionados,
porque sirven de base para establecer su organización social, controlada por la
policía y en las que los derechos humanos no tienen ningún valor.
Según señala Arendt, «los movimientos totalitarios son
organizaciones masivas de individuos atomizados y aislados». Estos movimientos
totalitarios han generado un nuevo tipo de ser humano: el individuo aislado,
fácilmente manipulable y que conforma las masas, desposeída de sus derechos y
aislado de la comunidad política a la que pertenecía. Por ello, el hombre-masa se
caracteriza por su falta de relaciones sociales y su aislamiento; el fanatismo
y la devoción al líder son formas de intentar huir de ese sentimiento de
soledad. La persecución de los enemigos del régimen alimenta un sistema
represivo en el que toda la población vive bajo amenaza del terror. El control
por parte del Estado en todas las esferas, incluido el ámbito privado, crea un
ambiente de inseguridad y desconfianza permanente. Además, hacen uso de
los campos de concentración para fomentar el terror entre la población. Aparece
aquí el denominado mal radical del ser humano, esto es, aquel
mal que se da cuando uno es consciente de que sus acciones dañarán a los demás,
a pesar de haber pensado y deliberado sobre ello previamente, y no le importa.
Este es el modo de actuar de los líderes fascistas.
El totalitarismo no busca la dominación de los hombres, sino
que estos sean superfluos, pues no puede soportar su imprevisibilidad, su
creatividad, su espontaneidad. El totalitarismo es una ideología que
quiere, mediante el terror, eliminar la pluralidad y por ello promueve el
aislamiento y la soledad: la destrucción de la esfera política de la vida
humana y la desaparición de la vida privada. En definitiva, lograr el poder
total e ilimitado, transformando a los seres humanos para que abandonen por
completo su capacidad de pensar, su aspiración de libertad y su sentimiento de
solidaridad con los demás.
Por tanto, su análisis del totalitarismo conduce a la
necesidad de una reflexión política que restaure la idea de poder como
diferente de la violencia. Para ella, el fenómeno fundamental del poder
es la formación de una voluntad común orientada al entendimiento. Es decir,
el poder no es ejercer violencia, sino que se deriva de la capacidad
humana de actuar en común. Una democracia pide un espacio político en el
que el poder no sea violencia, sino acción concertada. El poder es, así, la
coacción no coactiva gracias a la cual se imponen las ideas reguladas por un
elemento institucional reconocido. Por tanto, hay que restablecer un
espacio público que asegure la relación adecuada entre lo privado y lo público,
garantice la igualdad política de todos, así como los derechos civiles, los
derechos de las minorías y de los refugiados, y el derecho a disentir. Para
ello tendrá que favorecer los debates, la asociación de los ciudadanos y toda
forma de acción en común. En definitiva, Arendt defiende un valor esencial
en el ser humano: la vida activa.
Arendt cree que en nuestra vida hay tres actividades
fundamentales:
a) Labor: Todo aquello que permite mantenernos
con vida y ligada a la necesidad de mantenernos vivos, como por ejemplo
comer.
b) Trabajo: Actividades por las que el ser
humano se distingue de la naturaleza y dan como resultado obras permanentes,
como por ejemplo las casas.
c) Acción: Son las actividades más elevadas de
la condición humana, las más racionales y libres. Nos proporciona una identidad
y una forma de estar en el mundo que compartimos con otros. La acción se
corresponde con la condición humana de la pluralidad. La política, la vida en
común, es lo más propiamente humano de la condición humana. Somos seres de
acción y mediante las acciones nos mostramos al mundo. Y nuestras acciones
tienen unas repercusiones en el mundo que compartimos con otros. Dado que las
acciones tienen consecuencias, debemos ser responsables de ellas. Este es el
precio de la libertad.
ÉTICA
La ética trata de un paso de lo particular a lo otro, a lo
diverso, está inspirado en el juicio estético, en el juicio kantiano del gusto
cuya máxima subjetiva exige la universalidad, lo compartido (me puede agradar
un cuadro pintado por mi hijo, pero mi gusto debería tender hacia las
cualidades de las obras clásicas, compartidas, no perecederas que explican por
qué Las Meninas cuelgan de un museo, mientras que el cuadro de mi hijo,
no). La ética va así de lo particular a lo comunitario, llegando hasta el
mundo común donde el sentido común compartible permite convertir el “me gusta”,
el “me interesa” o el “me duele” en algo de la comunidad (veamos que el dolor
del pie es privado, pero la acción “me duele el pie” es pública y cualquiera
puede entenderla). Que pueda convertirse en algo de la comunidad no
garantiza en absoluto la unanimidad ni el acuerdo, solamente muestra el querer
vivir con otros.
Es importante ver que, al emitir el juicio moral, el
individuo, por una parte, se elige a sí mismo, elige cómo quiere ser, quién
quiere ser; pero, por otra parte, está eligiendo también con quién quiere
vivir en la medida en que opta por vivir con aquellos que sean capaces -a su
vez- de pensar y juzgar el mundo conjuntamente. Ese juzgar conjuntamente
necesita de la mentalidad ampliada que te exige abandonar tu lugar como actor y
ponerte en el lugar del espectador, pensar en el lugar del otro, tener una comunicación
anticipada con el otro con el que sé que, al final, deberé llegar a un acuerdo
(resuena aquí Habermas).
Se ha dicho ya que al elegir elegimos quién queremos
ser; cuando pensamos nos podemos dar cuenta de quiénes seríamos al elegir,
y por tanto, podemos decir: “yo no puedo hacer esto porque yo no quiero ser
ese”: estás viéndote a tí mismo y examinando quién quieres ser; el sujeto
se escoge a sí mismo con lo cual se convierte en el modelo de la conciencia
moral. Y no sólo en el modelo individual, pues al escoger, escoges
también a los otros, quieres las elecciones que harían los otros que estuvieran
en el mismo lugar de espectadores que tú. Por tanto, con tu elección
eliges a aquellos con los que quieres estar, al tiempo que eliges un modelo de
humanidad, lo que deseas que la persona acabe siendo.
Hasta aquí, se ha hablado de modelos de acción, de modelos
de conciencia, no de principios universales de actuación que nos permitan
subsumir las acciones individuales. Pero si no buscamos principios y
reglas racionales inmutables de acción, nos faltarán las garantías para saber
si nos equivocamos o no. Efectivamente, sentimos un miedo enorme a
juzgar, pues, como se ha dicho, tememos equivocarnos -como también Arendt misma
se equivocó en ocasiones-, tememos pensar sin barandillas. Arendt nos
ilustra la desazón de ese juzgar afirmando que “hemos recibido una herencia sin
testamento” y eso nos da miedo, nos hace conscientes de nuestra soledad ante el
actuar. Es ese miedo el que nos lleva a escondernos tras las causas de la
actuación buscadas, por ejemplo, por la psicología social, que nos
tranquilizaría con sus estadísticas y sus números. Como ya se ha
apuntado, nos hemos educado en la positividad del conocimiento científico (fisicomatemático)
donde la finalidad no es pensar, sino conocer para poder llegar a
verdades. Pero en el campo de la moralidad, la universalización no puede
ser el punto de partida; es más, a nuestra autora no le incomoda la relatividad
de las opiniones. Al juzgar nada nos garantizará que nuestro juicio sea
el más correcto, no podremos evitar la incertidumbre y el miedo; pero eso, el
no tener garantías de acierto, no nos puede llevar a no pensar. Lo que
pretende Arendt es luchar contra la indiferencia moral, contra el pensamiento
único, contra las opiniones prefabricadas de la sociedad de masas -como
comentaremos más abajo-, pensar por uno mismo. De nuevo se escucha su
letanía: “yo sólo quiero comprender”.
En cuanto a la existencia del mal, el mal puede existir de
dos maneras: como mal radical, como mal deliberado, que se produce
cuando, aun habiendo pensamiento, el individuo siente la señal que le advierte,
que le alerta ante la contradicción interior, pero no le hace caso.
Platón lo explicó como la falta de equilibrio entre las tres almas, pero pensó
que era fruto de la ignorancia, y que se curaba con la justicia y con la
educación que consideraba medicina y gimnasia del alma. Para nuestra
autora, ese mal sólo puede corregirse con la política, en la medida en que sólo
ésta nos muestra la necesidad de contar con los otros, de oír cuál sería su
pensamiento. Eso es lo que acabará dándose en el totalitarismo, que se
analizará más abajo.
Pero existe otro tipo de mal que procede de no pensar, luego de no sentir esa
señal de alerta que avisa de la contradicción interna, y que es propio de aquel
que es uno también en su interior. Es el mal banal.
La idea del mal banal, de la banalidad del mal, la
defiende Arendt en el libro Eichmann en Jerusalen. Un estudio sobre la
banalidad del mal (1961) que publicó tras el juicio a Eichmann, (ensayo por el
que fue criticada en la medida en que destacaba la pasividad judía que había
facilitado el genocidio). Adolf Eichmann fue teniente coronel
de las SS y uno de los máximos responsables de la “solución final” nazi para
acabar con “la cuestión judía” mediante el exterminio masivo y organizado de
los judíos entre 1942 y 1945. Eichmann fue un experto administrador y un
vigilante funcionario de la organización de deportó a millones de judíos hacia
su matadero. Tras la derrota nazi, huyó a Argentina, de donde fue
secuestrado por un comando especial de la inteligencia israelí -violando las
normas de derecho internacional- y juzgado en Jerusalén en 1961. Arendt
siguió el proceso in situ y con el material recogido elaboró el polémico
informe donde rechazó que Eichmann tuviese una perversa o cruel personalidad
criminal; Eichman era una persona mediocre, de inteligencia mediocre que,
habiendo fracasado en la vida civil ingresó en el Partido Nacional Socialista
alemán, en el ejército y finalmente en las SS en donde fue transferido a
departamento de “evacuación y emigración” en el que se familiarizó con el trato
con judíos, a los que no sólo no odiaba, sino de los que admiraba su
“idealismo” sionista. Por tanto, Eichmann fue un funcionario que cumplía
eficazmente las órdenes que le venían desde arriba -ni siquiera se hallaba
impregnado de la ideología nazi- y que no tuvo nada que ver en la ideación de
la “solución final”, por lo que era un pelele en el que “no se ocultaba el
demonio” ni actuaba por envidia, debilidad, odio o deseo, a diferencia de
Hitler o Himmler a quienes guiaba el “mal radical”. Eichmann no pensaba,
se atenía a las órdenes, por lo que ejecutarlas no le planteaba problemas
morales; para él era legal, y, como no pensaba, no se imaginó las
consecuencias ni el alcance de lo que estaba organizando.
Sin embargo, para Arendt, Eichmann es culpable pues secundó
y ejecutó las órdenes de un Estado criminal con celo funcionarial (Kant dijo
que la moralidad pasa por el respeto a la ley, Arendt añade: siempre que la ley
sea respetable). No escuchó la señal de alarma que debería haberle
anunciado la batalla entre su propio yo y su yo mismo, pues no pensó, por lo
que tampoco pudo anticipar qué tipo de persona iba a acabar siendo.
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